Blog del profesor y escritor Francisco Castillo

martes, 2 de julio de 2019

Un relato completo de Historia en Cuentos: de la prehistoria al Renacimiento.

Un relato completo de Historia en cuentos: de la prehistoria al Renacimiento







El primer relato completo, el que corresponde al Paleolítico. Se describen y comparan las diferencias físicas entre Homo Sapiens y Neandertales así como sus culturas y formas de vida. Este relato en concreto fue pensado para mis alumnos de 1º de ESO, es decir, de 12 a 13 años, pero podréis ver que se ajusta a más edades.





28 000 a. C. Al sur de la península ibérica

—¡Zarsi! ¡Hemos de volver! Se va a hacer de noche. ¡Papá se enfadará!
—¡Ya casi lo tengo!
La niña corría entre las jaras y saltaba sobre las piedras como un gamo. El conejo no se le escaparía por más que el asustadizo de su hermano Bilgu, que le seguía con la lengua afuera, quisiera detenerla. Aquel conejillo suponía carne para su tribu y no se conseguía todos los días, pero lo más importante era que su padre, Urgo el Fuerte, jefe del clan, vería que una niña podía cazar y no solo quedarse detrás de los hombres.
—¡Ya eres mío!
El conejo había cometido un error fatal. Había dejado atrás el terreno escarpado donde podría haberse escondido y corría por el llano. Zarsi se detuvo en seco, sacó una piedra aguzada que guardaba en una bolsita de piel y armó con ella su honda. Giró las tiras de cuero sobre su cabeza sin dejar de mirar el punto gris y se dispuso a disparar cuando, de pronto, algo golpeó al conejo. Un palo lanzado por alguien le había arrebatado su presa a la chiquilla.
Zarsi rabió. Llevaba mucho tiempo detrás del animalito y lo sentía suyo. Alzó su mirada y vio al cazador. Era un niño cubierto de pieles sin curtir que estaba de pie a una distancia de veinte pasos.
—¡Hey! ¡Esa era mi presa! —gritó Zarsi. 
Estaba tan enfadada que se dirigió hacia el muchacho, pero cuando estaba a cinco pasos, se paró en seco. Aquel niño no era de su tribu, es más, no era como nadie que hubiera visto antes. Tenía el pelo del color de la sangre seca y los ojos como musgo fresco, cosa bien extraña, y era más alto que ella y, sobre todo, más fuerte. Las bastas pieles de venado no podían disimular la anchura de sus hombros, pero lo que más le llamaba la atención era su frente, ancha y saliente, y su mentón o, mejor dicho, su no mentón, porque no tenía.
Estaban frente a frente, a solo unos pasos, cuando oyó los resoplidos de su hermano, que se quedaba parado detrás de ella.
—¿Quién es, Zarsi? —preguntó Bilgu temblándole la voz.
El desconocido estaba tan sorprendido como ellos, con los ojos verdes abiertos de par en par. Él tampoco había visto a niños como aquellos y parecía que estaba decidiendo si tenía que salir corriendo o estrujarlos con sus fuertes manos. Finalmente, sonrió de oreja a oreja mostrando unos dientes ladeados y algo desgastados. Esto, sin embargo, no les llamó la atención a Zarsi y a Bilgu, puesto que en su tribu era normal cortar el cuero y la carne con los dientes y aquello tenía consecuencias.
—¡Jurgal! ¡Jurgal! —dijo el joven fortachón señalándose el pecho. 
—Yo soy Zarsi —dijo la niña comprendiendo que el extraño se había presentado.
—¡Vámonos! ¡Vámonos! ¿No ves que no es de los nuestros? ―dijo Bilgu, que parecía estar a punto de hacerse pis en el taparrabos de cuero.
A Zarsi no le dio tiempo de responderle. Súbitamente, se vieron acompañados por gigantes salidos de no se sabía dónde. Una docena de hombres y mujeres enormes y musculosos cubiertos de pieles sin curtir y sin mentón los habían rodeado. La luz del sol moribundo los volvía aún más extraños, restándoles cualquier parecido con un ser humano. Los niños se asustaron ante aquellos seres desconocidos. 
—¡Jurgal uf ujal! —dijo Jurgal señalando a los recién llegados sin parar de sonreír, como queriendo tranquilizar a los niños. Pero los recién llegados no sonreían y una ráfaga de aire frío que anunciaba el fin del día heló aún más a Zarsi y Bilgu.
—¡Jurgal uf ujal! ¡Jurgal uf ujal! —repitió.
—Creo que es su familia —dijo Zarsi temblando. No era solo frío y miedo a lo que tenía delante: se hacía de noche y sabía que no sería capaz de volver a casa en la oscuridad.
El sol era ya poco más que una línea en el horizonte y los gigantes se pusieron nerviosos. A todos les daba terror la noche, cuando el frío y los animales salvajes campaban a sus anchas. A lo lejos, se oyó el aullido de un lobo.
—Arjoa uf ujarclic. Urque uui —gruñó uno de los gigantes, el que parecía más viejo. 
De inmediato, todos se pusieron en camino. La noche no debía cogerles al descubierto.
Jurgal tomó la mano de Zarsi y, aunque el contacto era áspero, lo hizo con delicadeza. Tiró de ella.
—Bilgu, tenemos que irnos con ellos.
—Pero… se nos comerán.
—No creo que quieran hacerlo, han tenido oportunidad.
—Papá se enfadará.
—Se enfadará más si nos comen los lobos.
Zarsi no esperó la reacción de su hermano, sino que se puso a andar con el grupo de extraños junto a Jurgal, que no paraba de sonreír enseñando una mella entre sus dientes. Bilgu echó a andar también. Por nada del mundo quería quedarse solo.
El campamento de los gigantes no estaba lejos. Era una cueva en una pared rocosa de cara al mar. Allí les esperaban otros seres como ellos, altos y sin mentón, que se calentaban en torno a un fuego. Cuando Zarsi estuvo cerca, se dio cuenta de que eran tantos como dedos tenía su mano y viejos, muy viejos, pues su pelo se había vuelto blanco. 
«¿Cuántos ciclos de estaciones tendrá el mayor?» se preguntó Zarsi. «¿Treinta y cinco?, ¿cuarenta?». Con gente tan vieja le costaba calcular.
Una anciana con una cicatriz que le cruzaba la cara se acercó a los recién llegados apoyándose en un bastón. Sus ojos se clavaron en los dos niños pequeños y los señaló con su huesuda mano. No había afecto en su mirada y le hablaba al que aparentaba ser el jefe, el gigante mayor que había ordenado la marcha. Zarsi no la entendía, pero, por su forma de mirarlos y gesticular, adivinó que la mujer ya había visto antes a gente como ellos y que la experiencia no había sido buena. El jefe se encogió de hombros y se desentendió. Parecía que el asunto no era demasiado importante para él. Terció Jurgal y les señaló un lugar junto al fuego para que se sentasen, procurando quedarse al lado de Zarsi. Poco a poco, se fueron concentrando todos los miembros de la tribu, tantos como los dedos de ambas manos y dos más fue capaz de contar. Los recién llegados traían provisiones consigo. Zarsi vio que portaban una rama con moras maduras y un par de conejos, incluido el que ella había perseguido. No parecía mucho para un grupo tan grande y dudó que compartieran la comida con ellos.
Dos de las mujeres cogieron los conejos y comenzaron a desollarlos ayudándose de unas grandes piedras talladas, tal como lo hacía la familia de Zarsi, pero a la niña le dio la impresión de que la talla era más tosca; los suyos empleaban pequeñas piedras aguzadas para descarnar cualquier cosa. Después de quitarles la piel, los destriparon, los atravesaron con dos palos y los pusieron cerca de las brasas. Mientras tanto, la tribu comenzó a pasarse la rama de moras y cada uno fue cogiendo una por turno. Al llegar el turno de Bilgu, el que tenía la rama dudó, pero finalmente se la dio. Bilgu cogió una mora, se la metió en la boca y le gustó, por lo que cogió otra e hizo lo mismo. Cuando iba a coger la tercera, el grupo empezó a rugir. Zarsi le dio un codazo y Bilgu, de nuevo con cara de hacerse pis encima, le pasó la rama a ella. Zarsi tuvo el buen tino de solo coger una. Así se fue pasando la rama de uno en uno hasta que se acabaron los frutos. Zarsi pensó que hubiera sido más práctico coger todas las moras de una vez y repartir a cada uno su parte, pero eso era difícil: había que contar. Saber contar era algo de lo que Zarsi estaba muy orgullosa. Lo hacía mejor que ningún niño de su tribu, usando los dedos de las manos y de los pies, e incluso ayudándose con piedrecillas para no perderse cuando se aventuraba más lejos. Osuber, el brujo del clan, le había enseñado.
Los conejos empezaban a dorarse y a oler de forma deliciosa. Le agradó ver que les echaban un poquito de sal. Ya era noche cerrada cuando empezaron a pasarse la carne. Cada uno dio una dentellada y la niña tuvo buen cuidado de que su hermano no se comiera un pedazo demasiado grande, lo que fue visto con buenos ojos por el jefe y por Jurgal, que sonreía al ver que su nueva amiga era lista.
Los gigantes, aunque ya no le parecían tales, ni monstruos, sino humanos algo diferentes, echaron a reír tras la comida y a charlar en lo que sin duda era una lengua como la suya, aunque más simple, pero no por ello dejaba de ser un modo de comunicarse. Se contaban los unos a los otros cómo les había ido el día y lo que habían visto, incluso hubo quien hizo el intento de comunicarse con Zarsi y Bilgu —sin conseguirlo, claro—, pero el lenguaje de los gestos era una ayuda. Comer, beber o acercarse al fuego para estar calientes era algo que transmitían sin esfuerzo. Parecía que ya los consideraban unos miembros más del clan, aunque la vieja de la cicatriz no les quitaba ojo y no había que ser muy listos para darse cuenta de que no los quería allí.
La noche avanzaba y el frío viento se sobreponía al calor de un fuego que iba extinguiéndose. Aquellos seres fueron levantarse uno a uno en dirección a la cueva. Zarsi cogió a Bilgu del brazo y buscó un hueco donde pudieran echarse mientras veía cómo uno de los miembros más viejos del clan cogía una ascua y la introducía en una cazoleta hecha de huesos y astas de venado. Allí dormiría el fuego, la posesión más preciada de la tribu, hasta el día siguiente. En su tribu también hacían algo similar, puesto que encender fuego era difícil: había que provocar chispas golpeando dos piedras o frotando maderas ayudándose de un pequeño arco. Según le contaron, los antiguos no sabían hacer fuego y, cuando lo encontraban en la naturaleza provocado por un rayo, hacían lo indecible por conservarlo vivo: dejar que muriera podía suponer el fin de la tribu. El fuego servía para cocinar la comida, que así era más digerible, para calentarse, para curtir las pieles con su humo, para aguzar las lanzas y alejar a los depredadores, para… Para un montón de cosas. 
A Zarsi le sorprendió que fuera el miedoso Bilgu quien primero se durmiera. Parecía que la tensión del día había podido con él. Ella, en cambio, quería mantenerse alerta: la mujer de la cicatriz no estaba lejos. Y con ese pensamiento se frotó la garganta, pero había caminado tanto y tenía tanto sueño… Poco a poco, sus ojos se cerraron y su mente comenzó a soñar con praderas llenas de caza y ríos con peces. Obtener comida era la mayor preocupación de su pueblo y así imaginaba ella el paraíso. De pronto, en medio del edén oyó gritos, furiosos gritos de pelea de la familia de Jurgal y también de... 
Aquellos gritos no eran un sueño.
Zarsi se despertó de un salto y vio que la cueva estaba iluminada por el fuego, que los hombres habían cogido sus lanzas y las mujeres gritaban; la de la cicatriz, más que nadie. 
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —preguntó Bilgu a punto de echarse a llorar.
Zarsi también tenía la angustia en la garganta y las lágrimas a punto de asomar. Lo que quería era estar en casa con sus padres y con su tribu y no en medio de una pelea. Alguien, otra tribu más numerosa, los estaba atacando y había arrojado antorchas encendidas dentro de la cueva para obligarlos a salir. Los gigantes eran fuertes, pero eran pocos y estaban hambrientos. No tenían mucho que hacer.
La mujer de la cicatriz se acercó a Zarsi por detrás y la agarró por el brazo arrastrándola hacia la entrada de la cueva. Bilgu se abalanzó sobre la anciana y acabó en el suelo de un manotazo. No podía compararse su fuerza con la de la anciana. Por más que Zarsi se revolvía, no lograba nada, y sus pies, apenas cubiertos por unos retazos de cuero, se arañaban con el suelo de la cueva mientras pataleaba. Era su fin. La anciana llegó a la entrada y, en lugar de matarla, la empujó fuera con todas sus fuerzas y, detrás, a Bilgu. Los niños salieron despedidos como las piedras que se lanzan a los ríos para ver como saltan.
Se quedaron tendidos en el suelo, a los pies de los asaltantes. Cuando Zarsi alzó la mirada, vio a su padre con una lanza en una mano y una antorcha en la otra. Estaba asombrado. Sin pensarlo, le pasó la lanza a un compañero y abrazó a sus hijos con ojos emocionados. 
—Creí que os había perdido para siempre. Ya estáis a salvo. No os preocupéis. Ya estáis a salvo.
Urgo los soltó, cogió su lanza y el velo de los ojos se le disipó al instante. El amor filial fue sustituido por una mirada de odio; odio hacia quienes habían osado arrebatárselos.
—¡Matadlos!, ¡matadlos a todos! —gritó.
Los guerreros de la tribu alzaron sus lanzas con afiladas puntas de piedra para lanzarlas al puñado de gigantes, que ya defendían la entrada de la cueva con garrotes y lanzas de punta de madera. Jurgal estaba entre ellos. Los hombres de la tribu de Zarsi eran más bajitos y menudos, pero les superaban en una proporción de tres a uno. Prometía ser una ejecución.
—¡No! —dijo Zarsi—. No, por favor, no.
Zarsi saltó de las filas de los guerreros y corrió hacia los gigantes. Se puso delante de ellos y volvió a gritar.
—¡No!
—Quítate de ahí, Zarsi —bramó su padre.
—No, papá. Te quiero mucho, pero no puedo dejar que los mates. No son peligrosos.
—Son diferentes a nosotros —respondió Urgo sin bajar la lanza.
—Sí, pero no por eso dejan de tener derecho a vivir. Ellos no me hicieron ningún daño. Me dieron refugio y comida cuando se hizo de noche.
Bilgu, para sorpresa de Zarsi, se unió a ella. Los dos hacían de escudos humanos para defender a sus nuevos amigos.
—¡Por favor, papá! ¡Podemos convivir!
El padre dudaba. Solo las lágrimas en los ojos de sus hijos hicieron efecto y acabó bajando la lanza, al igual que el resto de los guerreros. Zarsi dio un grito de alegría y corrió a darle otro abrazo, agradecida. Sus amigos se habían salvado.
—Vámonos a casa, hija; tu madre te espera —le susurró el padre a su hija al oído.
Mientras Zarsi y los suyos se marchaban, la niña le lanzó una última sonrisa de despedida a Jurgal. Él se la devolvió, aunque tenía un matiz triste en su mirada, como si pensara que el tiempo de su gente estaba llegando al fin. 
Eran los últimos Neanderthales.

Francisco Castillo.
Historia en cuentos: de la prehistoria al Renacimiento, pp 7-18
Edit; Amazon



  •             ISBN-13: 978-1976715969


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      2 comentarios:

      1. Me ha gustado. El relato de Grecia podría usarse como ejemplo de feminismo

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      2. Buen libro para un regalo. Historia contada de forma amena. Le ha gustado a mi sobrina.

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