Blog del profesor y escritor Francisco Castillo

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lunes, 16 de marzo de 2020

Dos relatos completos de Historia en Cuentos:de la prehistoria al Renacimiento

Ante la crisis provocada por el Coronavirus Covid-19, pongo a disposición del público de forma gratuita dos cuentos más del libro Historia en Cuentos: de la prehistoria al Renacimiento. Anteriormente ya liberé uno. Estos relatos fueron ideados para aprender historia de forma amena. Son una ayuda para profesores y padres que quieran que los jóvenes refresquen sus conocimientos en unos momentos dónde las clases están suspendidas.







9300 a.C. Creciente fértil

Neolítico e inicio de la agricultura

Venecia 1501

Renacimiento y Leonardo Da Vinci.


9300 aC Creciente fértil.




9300 a. C. Creciente fértil

—Necesito nuevos dientes para esta hoz. Estos ya están desgastados —dijo Nishi.
El padre se acercó a ver el trozo de madera en el que había incrustado pequeñas piedras talladas para que mordieran los tallos del trigo.
—Te los cambiaré mañana. ¿De acuerdo? 
—Yo los haré padre; ya sé tallar.
El padre, Horshan el Cejudo, miró a su hijo con algo de incredulidad. Tenía ya dieciséis años, aunque no era muy alto y su bigote apenas era una sombra. El chico solo destacaba por su mata de pelo oscuro y rizado, sin la estampa que él habría esperado que tuviera un hijo suyo; salvo las cejas pobladas, que no dejaban dudas de que era de su sangre. ¿Sería capaz algún día de valerse por sí mismo? Tendría que darle una oportunidad.
—Así sea —le dijo—. Talla los dientes y, ya que estás, talla también para la mía.
Nishi sonrió por el voto de confianza. Su padre era el mejor tallador de la aldea y sería muy exigente con lo que le mostrara. No se acobardaría por ello.
Volvió a la faena: la talla tendría que esperar a la tarde y la familia tenía trabajo. El trigo salvaje amarilleaba en manojos irregulares aquí y allá, en muchos casos, aún inmaduro, lo que hacía que fuera más difícil de segar. Y, sin embargo, no podían darse el lujo de esperar a que madurara por completo: en cuanto llegaba a su estado óptimo, se desgranaba y caía al suelo. Aquello, claro está, aseguraba una nueva generación de plantas, pero también hacía que se desperdiciara mucho grano y que nacieran muchos brotes en poco espacio y, por lo que había observado Nishi, las volvía más débiles. En fin, era lo que había conocido y, como le había dicho su padre, no se podía cambiar la naturaleza.
El adolescente dio un tajo con su hoz de madera y los dientes de piedra mordieron un buen manojo de espigas maduras. Los granos saltaron como en un surtidor.
—¡Otra vez no! —dijo con desesperación. 
Los dientes desgastados lo forzaban a golpear más fuerte de lo normal: era un suplicio. Se agachó para intentar recoger el mayor número de granos y echárselos al zurrón de piel de oveja. Juntando las manos, fue recogiéndolos hasta que dio con una espiga extraña. Nishin cogió el racimo de trigo y vio que las semillas seguían en su lugar aun cuando el golpe de hoz había truncado el tallo. 
—¿Estará inmadura a pesar del color? —se preguntó en voz alta.
Nishin cogió uno de los granos y se lo metió en la boca. Estaba duro, como correspondía a un trigo bien granado, y al partirlo con los dientes, vio que su sabor era agradable. Era un cereal comestible, solo que no se había caído de la espiga. Qué raro. Y, quién sabe por qué, tuvo el presentimiento de que aquello era importante. Cogió la espiga con cuidado y la metió en un lugar aparte de su zurrón, poniendo mucho cuidado en que no se mezclara con las otras.
El joven siguió con su tarea hasta que la mancha de trigo salvaje fue segada por completo y los granos recogidos. A ojo, calculó que con lo obtenido ese día y el anterior su familia llenaría la mitad del granero de adobe que habían construido antes de la estación de siega. No era mucho, pensó. Con aquello no podrían aguantar, así que tendrían que completarlo con la caza y la pesca con arpón en el río. Conformarse con lo que naturaleza les pusiera delante: eso era lo que siempre hacían.
Tras una hora de marcha, Nishin, sus seis hermanos mayores y Horshan el Cejudo, llegaron al poblado cargando con el grano en grandes cestos de mimbre bien trenzado. La madre salió al encuentro.
—¿Qué me traéis?
—Buen trigo para que nos cuezas ese buen pan que sabes hacer —respondió Horshan.
La madre saludó a su marido y a sus hijos y dio un fuerte abrazo a su pequeño Nishin. Vivía con el temor de que los mayores, todos chicos fornidos, se burlaran de él y lo mortificaran.
—Padre me ha pedido que le talle dientes para su hoz —dijo sonriendo a su madre. Ella le devolvió la sonrisa mostrando sus propios dientes gastados. La harina para el pan la molían frotándola entre dos piedras que siempre soltaban arenilla que terminaba en el alimento, y de allí, a la boca, desgastando lo que encontraba a su paso. Aun así, pensó que su madre era la mujer más guapa del poblado a pesar de contar ya treinta y seis años.
—Muy bien, pero ahora ven a comer y luego te pondrás a ello.
Comieron pan cocido sobre una piedra caliente y pescado seco en torno a un fuego, frente a su cabaña, el orgullo de la familia por ser de las más grandes del lugar. Era circular y estaba construida con ladrillos de adobe cubiertos de mortero de barro que le proporcionaban un elegante aspecto uniforme. Tenía un diámetro de cuatro veces la estatura de Nishin y los miembros de la familia dormían juntos sobre esteras. Cuando hacía mal tiempo, trasladaban el fuego al interior, dejando que el humo escapase por una abertura en el techo de barro y ramas, pero esos días hacía calor y disfrutaban del aire libre. Tras comer, Nishin se levantó. No tuvo que decir nada; todos sabían lo que iba a hacer.
A poca distancia de la cabaña, su padre guardaba bajo un emparrado buenos trozos de mineral de sílex que había conseguido intercambiándolos con unos nómadas por trigo y carne de oveja ahumada.
Nishin eligió un lugar a la sombra de un árbol medio seco y se sentó en el suelo polvoriento. Cogió un trozo de sílex un poco más grande que su puño. Con una piedra de río, lisa y dura, fue golpeando el sílex con precisión y arrancando la corteza hasta dejar el núcleo al descubierto. Cuando terminó esta operación, sudaba, y eso que apenas era el comienzo. Con la misma piedra y dando fuertes golpes en el núcleo, iba desprendiendo lascas planas, procurando que las esquirlas no le dañaran los ojos. En el poblado ya había suficientes tuertos. Repitió la operación con cuatro trozos de sílex más. Las manos le dolían por más que las tuviera encallecidas por el trabajo con la hoz. Aunque tallar era duro, le aguardaba lo más delicado. Usando otra piedra de río más pequeña fue quebrando las lascas planas hasta conseguir fragmentos más pequeños en forma de cuchillos de filo basto. Había llegado el momento decisivo: colocó uno de los cuchillos sobre una piedra plana y apoyó sobre su borde el extremo de un trozo de asta de ciervo. Tomó aire y golpeó delicadamente con la piedra plana sobre el extremo del asta, con el objeto de conseguir arrancar un pedacito de filo y dejarlo más agudo. Golpeó, golpeó y cuando el dolor de las manos se le hizo insoportable, un fragmento se desprendió tal y como había querido. A punto estuvo de saltar de alegría. Ya solo tenía que repetir la operación cuatrocientas veces y tendría el número de dientes necesario para la hoz de su padre y para la suya.
El sol se fue y a Nishin le ardía el pecho, pero estaba contento. Al día siguiente les mostraría a todos el resultado de su trabajo.
El joven se levantó antes de que rayara el alba y fue al emparrado a recoger sus piedras talladas. No había querido llevarlas a casa para que su padre y sus hermanos pudieran verlas por primera vez a la luz del día. Con ellas en el zurrón, se plantó delante de su familia y las vació en el suelo. Estaba orgulloso de sí mismo y su cara irradiaba felicidad. Por desgracia, las caras de los demás mostraban algo diferente.
Urbil, el mayor de los hermanos, se adelantó y cogió uno de los dientes de piedra.
—Son pequeños. Nishin, has hecho todos los dientes pequeños. Están afilados, pero no se engarzarán bien en la hoz. Un par de tajos y se vendrán al suelo. Lo que has conseguido es un montón de valioso sílex desperdiciado.
Y lo tiró al suelo.
Horshan el Cejudo dio una palmadita en el hombro a Nishin, pero en su rostro la decepción era obvia. Con una sonrisa forzada, volvió a la cabaña y cogió su arpón de pesca. Era evidente que no quería ni gritar ni enfadarse pensando en todo lo que le había costado conseguir el sílex, así que se marchó camino del río. Los hermanos mayores lo siguieron.
La madre le pasó el brazo por el hombro, pero el chico no la escuchaba ni agradecía su consuelo. Tenía los ojos clavados en el montón de piedrecillas inútiles que yacían en el suelo y, sobre ellas, la espiga que había guardado el día anterior. Se agachó y la recogió. Era lo único que servía de todo aquello; al menos, los granos se podrían comer. 
—Déjame un rato, mamá, necesito estar solo.
Nishin echó a andar hasta salir del poblado y se acercó al cauce de un arroyo cercano. Era su lugar favorito, adonde iba cuando necesitaba pensar. Se sentó a la orilla y se puso a escuchar el rumor del agua. Aún conservaba la espiga en la mano derecha y, viéndola allí, en su palma, decidió probar otro grano. Estaba bueno, al menos tanto como los que se caían en cuanto maduraban.
Nishin alargó de nuevo los dedos de su mano izquierda para coger otro grano y acabarse toda la espiga, pero a punto de rozarla con las yemas, le cruzó una idea extraña, una idea nueva, tan nueva y tan genial que se le cortó la respiración.
—¿Y si…?
Se levantó de un salto. ¿Podría ser posible? Llevaba viendo crecer el trigo salvaje desde que tenía uso de razón. Crecía por su cuenta y, cuando maduraba, caía al suelo y crecía de forma desordenada, estorbándose las semillas. De aquello, los seres humanos conseguían una exigua tajada, nunca tantos granos como necesitaban. Así eran las cosas, pero él tenía en sus manos una espiga de granos que habían madurado sin caerse. De consiguir que todo el trigo fuera sí, los seres humanos podrían cosechar el grano en su totalidad y nada se desperdiciaría.
Miró en derredor. A la orilla del arroyo había tierra fértil y humedad suficiente: justo lo que les gustaba a las plantas. 
«A ver… ¿Cómo lo hacen ellas?», se preguntó. «Los granos caen y los que se quedan enterrados son los que nacen, esto lo he visto montones de veces».
Cogió la espiga y la desgranó. Solo eran diez granos, no era mucho, pero sería suficiente. Escogió un lugar despejado cerca del arroyo, húmedo pero alejado, de manera que una riada no se los cargara. Usando los dedos, hizo diez pequeños agujeros en dos filas, algo separados unos de otros, y enterró los granos de trigo. Los tapó. Y se dispuso a esperar varios ciclos de la luna. Era mucho tiempo, pero no le importaba, esperaría, y eso le daría una ilusión. Ya no le importó haber hecho mal los dientes de hoz. Tenía tiempo y volvería a intentarlo. Solo era cuestión de practicar.
Se lavó las manos en el río y se dirigió hacia el emparrado donde su padre guardaba el sílex. Le esperaba un buen trabajo que hacer.
Pasaron muchos ciclos de luna, llovió, hizo frío y vinieron nuevas familias al poblado atraídas por el cereal y el comercio de la sal que se producía allí. Muchos de los antiguos pobladores acudían preocupados porque los recursos estaban siendo explotados al máximo y eran más a repartir. Horshan el Cejudo, entre ellos. Ya no estaba seguro de que hubiera futuro allí para sus hijos, que notaban su preocupación cuando se sentaba junto al fuego y clavaba sus ojos en las llamas sin decir palabra.
—Padre, quiero enseñarte algo.
Horshan el Cejudo alzó la mirada. Ante él se había plantado su hijo menor, Nishin, el más endeble de todos, aunque había aprendido a tallar, eso era cierto. Destrozó mucho sílex para ello, pero ya era un magnífico tallador de piedra.
—¿Qué quieres, hijo?
—Ven padre, tengo algo que enseñarte.
No tenía nada que perder ni que hacer: apenas quedaban ya peces en el río ni caza en los montes y la minúscula cosecha ya había sido recogida, así que se levantó y siguió a su hijo.
Nishin salió del poblado de casas de adobe con su padre y su madre detrás. Ella ya sabía que su hijo tenía un secreto, pero no de qué se trataba. Llegaron a la orilla del arroyo y el muchacho les señaló un lugar.
—Mira, papá.
Horshan el Cejudo dirigió sus ojos hacia el punto que señalaba su hijo y vio diez espigas de trigo maduro en dos filas de a cinco.
—Padre, no han nacido por casualidad, yo las planté de una espiga que al madurar mantenía los granos en su sitio. Los voy a recoger y voy a volver a plantarlos.
Los ojos de Horshan mostraban que estaba atónito. ¿Cómo que su hijo había plantado trigo? ¡El trigo nacía por su cuenta! Sin embargo, nunca había visto unas espigas que nacieran alineadas. Se acercó a una de las plantas, introdujo los dedos en la tierra y encontró que tenía raíces. No las había clavado su hijo para tomarle el pelo.
—¿Entiendes, padre? Si plantamos este trigo y lo cuidamos, tendremos más cosecha y la recogeremos entera. Tendremos más comida y no dependeremos de si encontramos o no plantas silvestres. El trigo estará donde nosotros queramos.
Cuando el padre se incorporó buscando los ojos a su hijo, el chico ya estaba siendo abrazado por su madre, que había comprendido al instante que algo muy grande había cambiado en el mundo y lo había traído su hijo Nishin, el pequeñito.
Desde aquel día, las cosas fueron diferentes para siempre en la aldea. Tras muchas estaciones, Nishin se convirtió en un hombre y, ya con cincuenta años, en un anciano respetado al que eligieron como jefe del poblado. Al poco de la elección, tomó su cayado, reunió a su pueblo y les habló:
—Hemos crecido y hemos de cambiar. Vamos a mudar el poblado a un nuevo emplazamiento, aquí cerca; pero lo que haremos no será ya un poblado, sino algo más grande y nuevo que cambiará el mundo. Construiremos una ciudad y la llamaremos Jericó.

 

Francisco Castillo.
Historia en cuentos: de la prehistoria al Renacimiento, pp 19-29
Edit; Amazon


  •             ISBN-13: 978-1976715969

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    Venecia 1501




    —Salai, ve a la habitación y tráeme el frasco de pigmentos azules. Quiero pintar un buen cielo —dijo el maestro.
    A regañadientes, pues tenía bien ganada su fama de perezoso, el joven Salai dejó la manzana que estaba pelando y se encaminó a los aposentos de su señor, donde almacenaba los materiales de sus más costosas pinturas. Se suponía que ser ayudante del gran Leonardo era un gran honor, pero a Salai en ocasiones se le hacía pesado: a su señor se le ocurrían de continuo cosas nuevas que no tenían nada que ver con lo anterior y lo tenía siempre de acá para allá.
    El joven de cabellos rubios y rizados abrió la pesada puerta de madera y los ojos se le abrieron como platos. El arcón donde el maestro guardaba sus pigmentos y sus documentos más valiosos estaba abierto de par en par y el contenido esparcido. ¡Les habían robado!
    —¡Maestro! ¡Maestro! ¡Venid, corred! —gritó con todas sus fuerzas.
    Dos horas después, Leonardo Da Vinci se encontraba en presencia del Dux de Venecia y de sus dos consejeros de mayor confianza. Iba de un lado a otro de la habitación, gesticulando con las manos de forma nerviosa. Tenía cuarenta y nueve años, pero la calvicie y los pocos cabellos que le caían ya canosos por las sienes le hacían parecer un anciano.
    —Mi Dux, ¡esto es terrible! —exclamó—. Se han llevado los planos de la escafandra que había diseñado para las fuerzas de Venecia. Con ella, los soldados venecianos podrían atacar bajo el agua a los barcos turcos que acechan la ciudad. Con esa arma en su poder, los turcos serán los que tendrán Venecia a su merced y podrán entrar por los canales sin ser vistos y atacar por toda la ciudad en el momento que quieran.
    El viejo Dux, Agustino Barbarigo, se pasó la mano varias veces por su larga barba blanca. Su gobierno había contratado a Leonardo Da Vinci como ingeniero para que diseñara defensas contra los turcos que amenazaban con invadir la ciudad. Las ideas del inventor muchas veces eran grandilocuentes, como le había parecido la de la escafandra en un principio, pero Leonardo era el hombre más genial que había conocido y sus inventos a menudo daban resultados asombrosos. Si la escafandra funcionaba, la República veneciana estaba en peligro.
    —Leonardo, ¿tenéis idea de quién pudo haber robado esos planos? —preguntó el consejero Lorenzo Bellini, hombre famoso por su buen juicio.
    –Pues… ¡los turcos! ¡Qué se yo! Solo sé que los planos han desaparecido.
    El Dux volvió a pasarse la mano por la barba. El gran Leonardo era un hombre de artes y de ciencias, pintor como no había otro, arquitecto, inventor, ingeniero… Un hombre de los que estaban trayendo una nueva forma de ver el mundo que el Dux intuía, pero el genial polímata no era hombre de intrigas. Él, sin embargo, llevaba años lidiando con gente de todas clases, buenas y malas, haciendo la política que mantenía a Venecia viva, y sabía leer mejor que nadie en los corazones de la gente, de modo que albergaba una sospecha de quiénes podían haber sido los autores del robo. Al servicio de los turcos, sin duda, pero no eran turcos en quienes estaba pensando.
    —Quizá yo tenga una idea de dónde pueden estar ahora esos planos —dijo por fin el Dux—. Si mis sospechas son ciertas, hay quien pretende beneficiarse de la caída de la ciudad.
    —Pues habrá que darse mucha prisa, Dux —replicó Lorenzo Bellini—. Cuanto más tiempo pase, más lejos pueden estar los planos.
    —Descuidad, consejero; y no os preocupéis, Leonardo. Tengo a la persona perfecta para esta misión.
    Ya era noche cerrada cuando una góndola alumbrada con un farol mortecino navegaba rauda por el Gran Canal de Venecia. Las aguas estaban bajas en aquella época del año, por lo que el olor del salitre, la humedad y las algas muertas envolvían a las dos figuras que transportaba la pequeña barca. El gondolero, un hombre recio de nariz romana, llevaba una capa negra que le cubría todo el cuerpo y un sombrero oscuro de ala ancha calado hasta sus fieros ojos; acurrucada a su lado, una niña menuda con un viejo vestido de color pardo, asustada y muerta de frío. 
    El gondolero hizo virar la embarcación y se internaron por el canal Dele Ostregue, dejando en el lado izquierda la iglesia de Santa María del Ciglio. Más adelante, giró a la derecha por el canal Delle Veste. Allí, el gondolero dirigió la barcaza hasta un poste que sobresalía del agua junto a la pared y la niña, con la ayuda del farol, alcanzó a ver dos escalones que sobresalían y desembocaban en una pesada puerta de madera con goznes de bronce. En la oscuridad de la noche, no era posible ver nada más.
    El gondolero ató la góndola y, con un pie en la embarcación y otro en el primer peldaño, asió la aldaba y la hizo sonar tan fuerte que el sonido retumbó a lo largo del canal.
    La puerta se abrió con un chirrido quejumbroso, fantasmagórico, pero lo que apareció no fue un espectro, sino una criada mayor de mirada desconfiada y cubierta la cabeza con un velo blanco. Miró al gondolero primero, después a la niña y, de nuevo, al gondolero.
    —¿Esta es la que viene a lavar? —preguntó la criada. 
    —La misma —respondió el gondolero—. Es un poco tonta pero servirá.
    La niña sonrió a la vieja criada con un aire bobalicón. Llevaba también los cabellos recogidos bajo un velo blanco y se veía a la legua que era una niña ingenua, y por sus ropas, que su familia estaba necesitada de dinero.
    —Pasa y no toques nada que no sea la ropa o te las verás conmigo.
    La niña salió de la góndola con un pequeño salto que por poco le hizo caer al agua al resbalar en el primer escalón, pero se repuso y con su mejor sonrisa pasó al interior tras la criada.
    La casa era mucho más grande de lo que se había imaginado al verla desde fuera. Lo primero que se encontró fue un amplio recibidor y dos tramos de escaleras a cada lado que conducían a los pisos superiores. En el espacioso vestíbulo, el señor de la casa, don Pietro Caboto, jefe de la familia Caboto, una de las más importantes de la ciudad y enfrentada al actual Dux —extremo sabido por todos y cada uno de los venecianos—, charlaba con dos hombres de aspecto extranjero. La niña no pudo oír lo que decía, puesto que la criada caminaba bien ligera, pero al ver cómo se movían los enormes bigotes negros de don Pietro y cómo su mano acariciaba nerviosamente el pomo de la daga que le colgaba del cinto, supo que discutían. 
    Llegaron a una habituación pequeña en el primer piso que olía a una mezcla de grasa rancia y jabón basto. Una tabla de lavar de piedra, una docena de cántaros de agua, una lámpara de aceite humeante y un enorme cesto de ropa sucia constituían toda la decoración.
    —¿Cómo te llamas, niña? —le preguntó la criada.
    —Antonella, señora —respondió.
    —Pues bien, Antonella, se te paga por trabajar. Ahí tienes el agua y el jabón y mañana por la mañana quiero que esté lavado todo lo que contiene el cesto. Si no es así, sabré que has estado holgazaneando y lo único que cobrarás será una patada en el trasero. ¿Me entiendes?
    —Sí, señora, pero este cesto es muy…
    La criada no esperó a que Antonella hubiera terminado la frase, sino que se dio media vuelta y se marchó cerrando la puerta con llave.
    Antonnella vio todo el trabajo que tenía ante sí, pero no se desanimó, sino que se arremangó y cogió la primera sábana que sobresalía del cesto, una pieza tejida en un suave algodón egipcio, muy diferente a los toscos ropajes de lana que ella vestía.
    La niña lavó sábanas, camisas, faldas, calzones y cada prenda que iba sacando del cesto, sin descanso durante horas y horas, mientras la noche avanzaba y en la casa se iba haciendo el silencio. Antonella nunca había visto una casa donde la gente se acostará tan tarde, pero había sucedido. En torno a la medianoche, ya no oía nada al otro lado de la puerta. 
    La joven lavandera se secó las manos, se estiró las mangas del vestido y sacó una pequeña pieza metálica de un bolsillo que tenía oculto bajo el dobladillo de la falda. El objeto era un alambre alargado terminado en un gancho. Asiéndolo con destreza, se acercó a la puerta y lo introdujo en el ojo de la cerradura. Durante un minuto estuvo girándolo a un lado y a otro hasta que sonó un clic que en el silencio sonó como un disparo. Había saltado el pestillo. Con un leve empujón, la puerta quedó abierta.
    La casa estaba a oscuras, iluminada solo por la claridad de la luna que se filtraba a través de los vidrios emplomados de las ventanas. Antonella esperó unos instantes hasta que sus ojos se adaptaron a la oscuridad y comprobó que no había nadie en el pasillo. Llevaba en un bolsillo un cabo encerado con sebo para iluminarse, pero prefería no tener que prenderlo aunque ello le supusiera avanzar a tientas.
    Con pasos felinos, se dirigió a la sala de entrada y tomó la escalera de la derecha, procurando que los escalones no crujieran bajo sus pies: detrás de cada sonido podía venir la muerte.
    Por fin, peldaño a peldaño, Antonella llegó al segundo piso, la zona donde sabía que se encontraban los aposentos de Pietro Cabotto, el lugar al que el Dux le había indicado entrar. Tomó aire y se encaminó hacia el ala derecha, deseando que la descripción que le habían hecho de la casa siguiera siendo atinada.
    Todo estaba en calma, no se oían más que ronquidos que partían de los aposentos. Antonella avanzaba confiada, envuelta en la oscuridad y preocupada por no hacer ruido, tanto que no sintió que unos pasos se deslizaban tras ella desde el piso de abajo. 
    —¡Maldita niña! —susurró entre dientes la vieja criada.
    La anciana sirviente de los Cabotto había intuido algo extraño en la jovencita y había permanecido en vela observando la puerta del cuarto de lavar. Cuando vio salir a Antonella, a punto estuvo de gritar de alegría al ver que sus sospechas eran ciertas, pero se contuvo. Ganó su interés por saber qué buscaba la intrusa y ahora la seguía en la distancia, con la misma agilidad felina de la niña.
    La puerta del dormitorio de Don Pietro era de madera de roble ricamente labrada y se dividía en dos hojas aseguradas por una enorme cerradura de hierro forjado. Don Pietro se garantizaba así que nadie pudiera entrar y sorprenderlo en el sueño, pero no bastaba para frenar a la intrépida Antonella. La niña sacó su ganzúa y, a tientas, fue capaz de introducirla por el ojo de la llave y de maniobrar; había aprendido bien en las calles de la ciudad.
    La puerta cedió con un ligero empujón y Antonella agradeció de corazón que los goznes no chirriaran. El dueño de la casa era un hombre colérico y hubiera castigado severamente a sus criados si en su alcoba no hubiera estado todo perfecto.
    Los ojos de la joven furtiva, acostumbrados ya a la oscuridad, contemplaron a don Pietro, que yacía en una gran cama con dosel. No roncaba, pero su sueño era agitado y se revolvía entre las sábanas; cualquier susurro podía despertarle. Al fondo de la habitación, vislumbró una pequeña puerta. Antonella dedujo que era la que daba a una minúscula estancia que servía como despacho privado del jefe del clan de los Cabotto. Nadie sabía mucho de aquella habitación, solo lo que algunas personas habían logrado entrever mientras su dueño entraba y salía, pues no autorizaba a entrar a nadie. Si los planos de la escafandra de Da Vinci estaban en la casa, se encontrarían allí.
    Antonella notó cómo le palpitaba el corazón, pero no había llegado tan lejos para volverse atrás. Redoblando sus precauciones y muy despacio, tratando de evitar el más mínimo ruido y de no tropezar en medio de las tinieblas, avanzó por la estancia rezando por que la puerta no estuviera cerrada con llave y pudiera salir cuanto antes de aquella trampa mortal.
    Tras lo que le pareció una eternidad, alcanzó la pequeña puerta e hizo ademán de girar el pomo de hierro. No lo consiguió. Como se temía, el mecanismo estaba cerrado con llave, aunque era consciente de que de momento estaba teniendo suerte de no ser descubierta y de que no podía exigirle más a la noche. Sin desanimarse, volvió a usar la ganzúa que mantenía asegurada en su mano y la introdujo con dificultad en la cerradura. Emitió un pequeño chirrido, señal de que hacía tiempo que nadie la engrasaba. Manejó la herramienta con su presteza habitual, pero la cerradura se resistía. Antonella giraba el pomo, presionaba la puerta, retorcía la ganzúa, arañaba la madera… Nada. La cerradura no cedía y a cada sonido imposible de evitar, el cuerpo de don Pietro respondía con una agitación.
    Una gota de sudor le recorrió la frente y se le deslizó por la pendiente de la nariz hasta concentrarse en la punta, donde empezó a engrosarse hasta que se dejó llevar por la gravedad y se precipitó al vacío, yendo a parar al dorso de su mano en el instante justo en el que el pestillo hacía clic y la cerradura se daba por vencida. La niña suspiró aliviada.
    Con la vista fija en don Pietro, tiró de la puerta hacía sí, haciendo que los chirridos de los goznes se acompasaran con la respiración del magnate veneciano. Como era muy menuda, con abrir dos palmos fue suficiente para colarse y cerrar tras ella para sumergirse en la más completa oscuridad. Olía a papel, cuero y polvo. A tientas, comprobó que había una silla, una mesa grande y estanterías con libros, pero el tacto no le bastaría para encontrar lo que estaba buscando. Sacó el rollo de cabo de vela que tenía preparado y lo sujetó entre los dientes, dejando suelto el extremo. Con las manos libres extrajo dos pequeños pedernales y lamentando no disponer de un método más silencioso, se dispuso a golpear las piedras. El cabo prendió al segundo intento y tuvo suerte de que la pesada puerta amortiguara el sonido. Al instante, la habitación se llenó de una tenue luz amarillenta que bailaba al compás de cada respiración.
    Antonella miró en derredor y vio que la estancia estaba pintada de un blanco desconchado, y las cuatro paredes, cubiertas con estanterías de libros y fajos de hojas sueltas. De un vistazo, comprobó que las hojas eran mapas de rutas comerciales a través del Mediterráneo. En el suelo, pegado a una pared, descubrió un herrumbroso arcón de madera con refuerzos metálicos en las esquinas. No vio candado en él, así que con gran sigilo alzó la tapa.
    La luz de la vela hizo que el interior del arcón se poblara de sombras danzantes en torno a un rollo de papel atado con una cuerda de pita. Antonella cogió el rollo y cortó la cuerda con la llama, haciendo que se ennegreciera el papel en la parte que había lamido el fuego. Cuando desplegó el rollo, vio que estaba cubierto por una letra abigarrada y dibujos extraños de hombres con máscaras de las que salían tubos. No entendió nada, pero coincidía con la descripción que el Dux le había dado. Se sintió aliviada: la mitad de la misión, que consistía encontrar los planos de la escafandra de da Vinci, había terminado y ahora… 
    Un ruido la sobresaltó. A Antonella se le heló la sangre en las venas.
    La niña pegó el oído a la puerta. Del otro lado le llegaba un murmullo apagado, el susurro de dos personajes que hablaban tratando de no ser oídos por nadie más. Comprendió que había sido descubierta y que al otro lado se encontraba don Pietro con a saber quién más y, a buen seguro, armados y esperándola para acabar con ella. 
    El corazón empezó a latir con fuerza hasta golpearle las costillas, como si fuera a salírsele del pecho. Pensó en su vida, en su madre, en el último abrazo que le dio antes de morir, y en su padre, capitán de galeras, que le había enseñado a amar a Venecia.
    Le sobrevino una congoja enorme y los ojos se le humedecieron. Estaba sola y no era más que una niña pequeña. ¿Qué podía hacer? Se sentó en la silla de trabajo de don Pietro, sintiendo que le faltaba el aire.
    «¿Qué puedo hacer?», se dijo en un sollozo aterrorizado.
    Se llevó las manos a la cara y de nuevo volvió a acordarse de su padre y pensó en lo que le decía siempre que se sentía desesperada: «No te rindas nunca».
    Antonella se secó las lágrimas. Su padre tenía razón: no podía rendirse. Si se entregaba a don Pietro, no podía esperar nada bueno, así que mejor pelear; no se lo pondría fácil. 
    Miró en derredor en busca de cualquier cosa que pudiera ayudarle y solo vio libros, mapas, una silla, dos lámparas de aceite, un arcón… ¡Dos lámparas de aceite! Su cerebro empezó a maquinar a la velocidad del rayo: tenía que darse prisa, cada segundo que pasaba al otro lado de la puerta estarían más preparados. Hizo un rollo con los planos y se los metió en el bolsillo, bajo la falda, y, acto seguido, tomó las dos lámparas en forma de taza que colgaban de dos clavos en la pared. Comprobó que tenían una buena cantidad de aceite y les prendió fuego, pero no a la mecha que sobresalía por una boquilla, sino al aceite en sí, provocando que una llama vigorosa sobresaliera por el borde de ambas. Asió las lamparillas por las asas y, de un manotazo, abrió la puerta de par en par haciendo que la hoja golpeara con estruendo la pared contraria.
    Al otro lado, sorprendidos, se encontraban la criada y don Pietro, vestido todavía con la camisa de dormir y con un puñal desenvainado. La hoja de acero del arma brilló como el sol cuando Antonella les arrojó los farolillos de aceite. Consiguieron esquivarlos por puro milagro, pero el aceite ardiente se desparramó por la habitación como un poderoso reguero, prendiendo en tapices, sábanas, colgaduras y en cualquier cosa que fuera combustible. La niña aprovechó la sorpresa para correr como una exhalación y pasar entre ambos hasta la puerta de la habitación, en busca de una salida, en busca de salvar la vida.
    Don Pietro y la criada tardaron unos instantes en reaccionar, suficientes para que la casa retumbase con la voz de trueno del poderoso veneciano, acompañado del crepitar de las llamas que devoraban su alcoba. Criados, familiares, invitados y guardianes se pusieron en pie y empezaron la persecución de la niña por la que clamaba su patrón.
    Antonella corría por los pasillos de una casa que no conocía, llevada por la fuerza de la desesperación. 
    –¡Vigilad la puerta! —gritó alguien en el piso de abajo. Le cortaban la retirada por la única salida.
    De nuevo se preguntaba a sí misma qué podía hacer. Cada vez más gente con la cara iracunda de quien ha sido sacado violentamente del sueño salía a los oscuros pasillos. Jóvenes y viejos en camisa de dormir y mujeres que se cubrían el cuerpo con las sábanas. Todos buscándola. No tenía escapatoria por la puerta, así que su mente se afanó en buscar otra salida.
    «¡Las ventanas!», pensó.
    En la casa de don Pietro sonó con la fuerza de un disparo la rotura de unos cristales en el segundo piso. A continuación, algo pesado impactó en el agua del canal.
    —¡Se ha tirado por una ventana! —informó un joven mozo—. ¡Se ha tirado de cabeza al canal!
    La puerta de la casona se abrió de par en par y una docena de hombres se asomaron a las aguas envueltas en la oscuridad de la noche. Un par de ellos se tiraron al canal en busca de la niña.
    —¡Qué nos quemamos! ¡Traed agua! —gritó la voz de una anciana.
    En efecto, al abrir la puerta se había creado una corriente de aire que había avivado el fuego. Un ala de la casa era ya pasto de las llamas y el humo se extendía por el resto de las habitaciones. Cundía el pánico. Los hombres empezaron a traer cubos para sacar agua del canal, pero el fuego avanzaba deprisa, iluminando la noche veneciana como si fuera carnaval. Era menester ponerse a salvo para no perecer abrasados.
    —¡Socorro! ¡Ayuda! —gritaban las mujeres por las ventanas abiertas de par en par.
    Fueron apareciendo por doquier góndolas de vecinos prestos a brindar ayuda. En algunas venían hombres con cubos que intentaban atacar el fuego desde el canal sin mucho éxito, mientras otras se acercaban a la puerta e iban cargando gente para sacarla del lugar del incendio. En pocos instantes, una docena de góndolas se cubrieron de figuras en camisón y abrigadas con mantas de los pies a la cabeza. El frío de la noche era intenso, pero eran más intensos aún el pudor y el temor de que las reconocieran con la ropa de cama. Los gondoleros llevaron por los canales a las mujeres y a los niños recogidos hasta la cercana plaza de San Marcos, corazón de la ciudad, donde estarían a salvo mientras se decidía qué hacer. Poco a poco, se formó un grupo numeroso al que se le fueron añadiendo muchos curiosos, algunos de los cuales tuvieron el buen detalle de traer más mantas y vino. En el desbarajuste, nadie se fijó en una pequeña figura embozada en una manta que se escabullía del grupo. Las sombras de la noche la envolvieron mientras desaparecía por la calle Vallaresso. Los hombres de don Pietro podían proseguir la búsqueda de la intrusa cuanto quisieran, que lo único que encontrarían sería la silla que había arrojado por la ventana.
    Al rayar el alba, una cansada Antonella era recibida por el Dux y por Da Vinci en una villa tranquila situada al norte de la ciudad. Tras dar la noticia de su misión, apenas había tenido tiempo de asearse y ponerse un vestido adecuado: un precioso traje de lana azul con el cuello bordado. Sus cabellos oscuros le caían en tirabuzones por los hombros. No había rastro de ninguna mirada bobalicona.
    El viejo dirigente veneciano parecía estar tan cansado como la joven, pues apenas había podido dormir durante la noche por los remordimientos de haber mandado a una niña con una misión tan difícil, en cambio, Leonardo Da Vinci parecía eufórico y se frotaba las manos con nerviosa alegría. 
    —¿Traes los planos, pequeña? —preguntó el Dux.
    —Sí, mi excelencia —respondió la niña haciendo una graciosa reverencia y extendiendo la mano para ofrecer el rollo de papeles que le había hurtado a don Pietro. 
    El viejo Dux tomó los papeles de mano de la niña y enseguida se los pasó a Da Vinci, que confirmó su autenticidad.
    —¿Sabes qué es esto? —le preguntó el afamado inventor a Antonella.
    —No, mi señor, solo me dijeron que era necesario que los recuperase para Venecia.
    —Pues bien, hija, esto es ciencia. Una ciencia que renace después de siglos de oscuridad y que nos vuelve a nosotros tras la etapa gloriosa del mundo griego y romano. Ahora, niña, a nosotros nos compete mejorar lo que nos dieron los antiguos y llegar más allá. Aristóteles, Hiparco, Eratóstenes, Arquímedes… ¿Sabes quién fue Arquímedes?
    —Sí, señor. Alguien que investigó por qué flotan los barcos. Mi padre me lo contó.
    El Dux se sorprendió y se quedó con la boca abierta, pero Da Vinci se limitó a asentir al ver que hablaba con alguien que le comprendía.
    —Así es, niña, y sin Arquímedes y sus trabajos, yo nunca hubiera podido diseñar esta escafandra para que los hombres se muevan bajo el agua. Estamos en unos tiempos nuevos que miran a lo mejor del pasado y, créeme, lo vamos a superar. 
    Antonella sonrió ante la perspectiva de todo lo bueno que Da Vinci le anunciaba.
    —Una cosa más… —dijo Leonardo—. Tienes un bello rostro. ¿Te importaría que te pintara? Un mercader de Florencia me ha pedido que haga un retrato de su esposa, pero creo que tu rostro encajaría… —Se detuvo un instante a escoger las palabras—. Encajaría mejor con el cuadro que quiero hacer. 
    Antonella inclinó la cabeza en señal de modestia y volvió a sonreír sin que nadie pudiera adivinar lo que estaba pensando. Tenía una sonrisa verdaderamente enigmática.

    Francisco Castillo.
    Historia en cuentos: de la prehistoria al Renacimiento, pp 123-140


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